“Si no fuese pecado me habría matado”, confiesa Mohamad Alem. Desde hace 20 meses, este empleado del Tribunal Supremo de Afganistán, herido en un ataque suicida a las puertas de Kabul, está en cama, con las piernas paralizadas.
Mohamad Alem acudía con sus colegas a la provincia vecina de Wardak cuando un suicida se abalanzó contra el minibús.
“De dieciséis, hemos sobrevivido dos. No me alegra estar vivo, pero lo soporto por mis hijos”, dice señalando las medias blancas que sujetan sus pantorrillas enjutas.
Por cuarto año consecutivo, más de 10,000 civiles, entre hombres, mujeres y niños, murieron o resultaron heridos en 2017 en Afganistán, en un conflicto que se eterniza desde hace casi 40 años. Mueren sobre todo por atentados con explosivos, según el informe anual presentado este jueves por la Misión de Asistencia de las Naciones Unidas en Afganistán (Manua).
“Lo más preocupante es el aumento de ataques a ciegas en zonas densamente pobladas”, insiste. Y los dos primeros meses de 2018 van por el mismo camino, con “un nivel de violencia sin igual en invierno desde 2001” , según International Crisis Group. Hubo cuatro ataques sangrientos, de los cuales tres en Kabul, en diez días a finales de enero.
Sentados sobre las alfombras rojas de la única habitación de la casa, en el oeste de la capital, los cuatro hijos de Mohamad Alem lo escuchan.
Desde su vuelta a casa, el Centro de reeducación de la Cruz Roja (CICR) lo atiende, lo equipa y suministra a su familia productos de primera necesidad. La promesa de una curación milagrosa lo condujo a India, donde un médico le cobró 10,000 dólares por una inyección sin efecto.
Minusvalía y deudas
Como consecuencia de ello, además de minusválido está endeudado y debe reembolsar 16,000 dólares a familiares. “Su esposa quería vender la casa para regresar a India pero los disuadí”, comenta Mohamad Raz, visitador a domicilio de los pacientes más graves.
Él mismo perdió el brazo derecho por un disparo de cohete cuando tenía 18 años, en plena guerra civil en Kabul. “Más de 20 años más tarde, me cuesta asumir mi minusvalía”, reconoce Alem y su esposa están muy preocupados por sus hijos, todos menores de 12 años. “No puedo comportarme como un padre”, dice llorando Mohamad Alem. “Hay veces que no consigo dormir pensando en su futuro”, afirma su mujer Nadera, de 27 años, 30 menos que él.
El Gobierno entregó al herido 800 dólares después del atentado y le paga su salario mensual de 120 dólares.
“Las dificultades financieras son el principal desafío para los minusválidos”, confirma Najumudin Helal, director del centro ortopédico Ali Abad del CICR en Kabul, que recibe alrededor de 1,500 heridos de guerra por año, de los cuales un 80% amputados.
Varios hombres caminan con sus prótesis siguiendo las huellas de pie adhesivas del suelo de la sala de reeducación.
Tocado con un gorro tradicional negro, Hamid, de 17 años, fue amputado hasta la ingle. Perdió la pierna al pisar una mina en el borde de una carretera en Wardak, y con ella la esperanza de casarse algún día.
“La situación económica es tan mala... Con el desempleo, es todavía peor para los minusválidos. Deben asumir la idea de haber perdido una parte de ellos y además no pueden ayudar más a su familia”, lamenta.
El centro ortopédico reivindica la discriminación positiva. Alrededor del 80% de sus empleados son discapacitados.