En la Avenida Segunda, en el centro de San José, un grupo de nicaragüenses alza pancartas apelando a la misericordia de quienes circulan allí durante el día. “Dios bendiga Costa Rica, somos refugiados nicas, necesitamos de su gran ayuda, ya que no tenemos documentos para poder trabajar, en este país no tenemos familia”, se lee en el rótulo que sostiene José, quien relata que dejó Nicaragua el 26 de junio de 2018 y aún carece de un lugar estable para vivir en esta ciudad.
“Es una vergüenza hacer esto, pero prefiero pedirle a la gente su ayuda, en vez de robarle; ahorita llevo nueve días sin bañarme (...). Aquí nos ponemos desde la mañana y nos vamos hasta que miramos que ya sacamos, por lo menos, para la comida”, explica el hombre y pide que mantengamos en reserva sus apellidos porque huyó de Nicaragua temiendo que lo encarcelaran por haber ayudado a los estudiantes en protesta en la Universidad Politécnica (Upoli).
Una cuadra adelante, dos jóvenes sostienen una bandera de Nicaragua y otro rótulo clamando la ayuda de los costarricenses.
David Martínez y su hijo Steven viven en un albergue improvisado en Uruca. Es una bodega que alquilan entre 27 nicaragüenses que llegaron a Costa Rica escapando de la represión contra quienes participaban en las protestas antigubernamentales iniciadas en abril de 2018. Todos duermen en el piso, sobre cartones.
Nelson Lorío y Karina Navarrete Sánchez son los padres de Teyler Lorío Navarrete, el bebé de 14 meses alcanzado por una bala disparada por parapolicías (civiles armados enmascarados) la mañana del sábado 23 de junio de 2018 en el barrio Américas I, mientras la familia caminaba en la calle y el padre cargaba al niño. Policías y parapolicías patrullaban la zona ese día en busca de protestantes.
Lorío, de 33 años, se refugió en Costa Rica el 29 de agosto porque, según cuenta, gente afín al gobierno lo asediaba después que mataron a su niño. El primer día de noviembre, su esposa y su hija de 8 años también llegaron a San José huyendo del acoso persistente a la familia.
“Mi hija se traumó tanto que ella oía una triquitraque y se orinaba; ella no avisaba y no se quería levantar por miedo”, recuerda Nelson. En Karina, las consecuencias sicológicas tras el asesinato de su bebé han sido variadas y constantes; por ejemplo, despertaba sobresaltada y suplicaba “traeme a mi hijo, quiero dormir con él, le voy a dar el pecho”.
Un pariente en Costa Rica había ofrecido empleo a Nelson Lorío y lo llamó para decirle que ya no sería posible, el mismo día en que este viajaba hacia San José. “En el camino recibí otra llamada, un tío de mi esposa, quien me dio lugar en el cuarto de lavado; me pusieron un catre y ahí dormí en medio de la humedad”, recuerda.
La huida
Una casa sirve de refugio a 62 nicaragüenses entre múltiples dificultades. Leo, con 27 años y originaria del barrio indígena de Monimbó, es la coordinadora de este albergue; y el día que la visitamos mostró la reserva de alimentos a punto de agotarse ese mediodía.
“No sé qué le voy a dar de comer mañana a toda esta gente, pero con la ayuda de Dios siempre salimos adelante(…). Si solo fresco tenemos, fresco vamos a beber, pero lo vamos a beber todos”, dice Leo con optimismo.
En el mismo refugio está Erika. Tiene 32 años, es enfermera y en la ciudad de Masaya ayudó a curar a protestantes heridos durante los enfrentamientos con la policía; los manifestantes, defendiéndose con morteros y piedras detrás de barricadas de adoquines; y la policía, disparando armas de fuego.
El 17 de julio de 2018, cuando el Gobierno ejecutó la “operación limpieza” en Masaya, centenares de policías y parapolicías entraron disparando y con cohetes RPG 7 destruyeron las barricadas. Tras siete horas de ataque, Erika dejó a sus hijos y a su madre y huyó a Costa Rica en un grupo de 15 protestantes monimboseños que cruzaron la frontera por veredas.
Ya en San José, permanecieron 26 días en la intemperie en el parque Braulio Carrillo, contiguo a la iglesia La Merced, subsistiendo con alimentos que les proveían personas caritativas.
Al menos 62,000 nicaragüenses han huido hacia países vecinos y la mayoría; 55,500, están Costa Rica, indican los registros de la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur).
Ayudas inesperadas
Elisama Elieth Montoya se ha propuesto ayudar a nicaragüenses refugiados en condiciones precarias. Ella también es nicaragüense, pero tiene un empleo en Costa Rica donde reside desde hace un año.
Logró juntar a 18 inmigrantes nicas con mejores condiciones económicas y han asistido a compatriotas necesitados. “Les hemos facilitado ropa, alimentación, muchas veces hemos ayudado a pagar sus alquileres de casas y víveres; hemos andado de refugio en refugio”, explica Montoya.
El “Profesor” es un hombre delgado y bajo, de Jinotega, norte de Nicaragua; entró a Costa Rica el 17 de agosto de 2018 y después de 46 días de pernoctar en el parque La Merced, durmiendo en las bancas de concreto, a veces bajo la lluvia cubriéndose con cartones, un costarricense pasó por allí y le regaló 20,000 colones (1,132 córdobas).
Luego, el mismo costarricense llevó al “Profesor” a una de sus propiedades y lo alojó en un cuarto de tres por cinco metros cuadrados usado como bodega.
Ahora, el “Profesor” trabaja como guarda de seguridad en un negocio de la Avenida 10 y a su cuarto suelen llegar a descansar otros refugiados en condiciones más difíciles que la de él.
“Pasé una semana con una mudada y sin bañarme; el señor nos estaba dando lugar por un día, pero ahora nos ha ido acondicionando, nos ha dado dignidad, puso el piso. Esos colchoncitos no estaban, eran cartones, y nos dio una cocinita”, dice al mostrar la habitación.
En realidad, él es maestro y prefiere ocultar su nombre igual que la mayoría de refugiados por temor de que sus familias sean reprimidas en Nicaragua.
Cuenta que su oposición al gobierno de Daniel Ortega Saavedra comenzó en el año 2014. En la escuela donde impartía clases de Educación Primaria, defendía los derechos de docentes y estudiantes, y en abril de 2018 se sumó a las protestas ciudadanas. Cuando la represión policial aumentó, se fue del país dejando a su padre enfermo y a su hija de 13 años, con quien se comunica cada día por WhatsApp.
“De ahí, la vida para acá no ha sido fácil… Aquí no teníamos dónde estar, dónde comer ni dónde dormir; la oficina y el albergue que hay aquí en Costa Rica para todo migrante es el parque La Merced, ahí no hay cama, nada”, ironiza.
Frente a la Catedral Metropolitana encontramos a Paula Orozco, refugiada de 60 años, quien todos los días va con su hermana a un mercado a buscar hortalizas remaduras, las que los comerciantes van desechando. “Nos regalan las frutas o verduras que ya no van a vender”, expresa con entusiasmo.
Recuerdos grotescos
“Esas imágenes nunca van a ser borradas de nuestras mentes”, dice un joven que solo se identifica como “Tipitapa”, quien encontró albergue en el área de San Pedro, Montes de Oca. Estuvo atrincherado en la Universidad Nacional Autónoma (UNAN-Managua) y sobrevivió al ataque de policías y parapolicías contra la iglesia Divina Misericordia, la noche del 13 de julio de 2018, cuando se refugiaron allí los protestantes desalojados a balazos del recinto universitario.
“Tipitapa” vio morir esa noche a los jóvenes Gerald Vásquez y Francisco José Flores. La iglesia amaneció acribillada por los proyectiles de distintos calibres y los estudiantes fueron rescatados por una delegación de obispos de la Iglesia católica.
Otro joven refugiado en Costa Rica, a quien llaman Zapata, dice tener muy presente la noche del 7 de junio de 2018 cuando parapolicías en una camioneta pasaron disparando contra estudiantes que cuidaban una de las trincheras de la UNAN-Managua, y mataron a Chéster Javier Chavarría.
“Son cosas que te marcan, porque te toca recoger los sesos de los muchachos, te toca verlos morir en tus manos (…). Esas son cosas que no se te van a olvidar jamás en la vida porque, a pesar de ser tan jóvenes, son muy valientes para enfrentar a un Gobierno”, reflexiona.
Atentado
Un pistolero intentó matar a Óscar en su casa, en el departamento de Río San Juan, el 15 de julio de 2018. El hombre llegó a la puerta y disparó. Una niña, de 10 años, resultó herida. “Mi hija quedó frente a frente con el sicario que llevaba la orden de matarnos”, recuerda él, quien fue organizador de los tranques de protesta en esa zona del sur de Nicaragua.
El 17 de octubre, Óscar cruzó la frontera con Costa Rica, indocumentado, con poco dinero, agotado por los días que estuvo oculto en el bosque de la Reserva Indio-Maíz. Llegó a El Limón, primer cantón de la costa caribeña costarricense, y una familia desconocida le dio “posada” luego de oír su historia.
“Es muy difícil (…). Hemos aguantado hambre días enteros, noches enteras y frío, porque en ese momento venía solo con el pantalón que me acompañaba y con un hondo estrés”, cuenta Óscar haciendo pausas prolongadas cuando la emoción lo quebranta.
Sufrimiento
A ella le dicen “Masaya”, es una joven también de Monimbó que ese 17 de julio de 2018 huyó por las laderas de la laguna cercana. Era “la única salida”, dice, porque otra opción significaba ser apresada por las fuerzas gubernamentales que estaban tomando la ciudad.
Entre centenares de protestantes que huían en grupos por la zona boscosa que hace miles de años eran las paredes del cráter de un volcán, vio a un hombre con heridas de bala en cada mano. Lo acompañó de cerca, por si requería de sus conocimientos de primeros auxilios.
“Masaya” había participado en la rebelión cívica contra el gobierno de Ortega, a quien le exigían la democratización del país. Por las noches, hacía turnos en las barricadas de Monimbó con un silbato a mano, lista para sonarlo si detectaban movimientos amenazantes de policías y parapolicías.
También ayudaba a curar heridos en un puesto médico clandestino, creado por los mismos manifestantes que habían tejido con barricadas los principales barrios y entradas de la ciudad.
En la huida, “éramos tantos que nos teníamos que llamar con un número, ni siquiera por el nombre o seudónimo, para saber cuántos éramos”, relata “Masaya”, estudiante de Ingeniería en Sistemas cuando estalló la rebelión social el 18 de abril de 2018.
El 18 de julio sintió la debilidad causada por la falta de alimentos y aun así logró subir los bordes de la laguna y ocultarse en una casa de gente afín a la protesta en un poblado cercano. Llevaba su pasaporte con la visa costarricense gestionada semanas antes de que recrudeciera el conflicto. Supuso que la Policía tendría identificado su rostro, no su nombre; se cortó el pelo y lo tiñó, dispuesta a cruzar la frontera sin llamar tanto la atención, y lo consiguió.
Su familia en Masaya le manda ayudas económicas en ocasiones. “Imagínate, aquí ando rodando; las personas que pueden abrirme sus puertas me dan dónde estar… Desde la mitad de febrero no me mandan nada, y ya estoy empezando a sufrir la economía y en la parte alimenticia”, comenta.
Esta conversación en uno de los refugios en San José fue interrumpida por la voz enérgica de una niña que, en el patio, empezó a pasearse gritando: “El pueblo unido, jamás será vencido”. Es una de las consignas de los manifestantes que, de tanto escucharla durante meses, se fue con la pequeña al exilio.
Testigo de masacre
Aquí en Costa Rica también se encuentra un hombre de 36 años, al que los refugiados llaman “El Chaparro de Ayapal”. Es uno de los testigos del incendio provocado en una casa de dos plantas en el barrio Carlos Marx, de Managua, donde murieron seis personas de la misma familia, una niña y un niño incluidos.
Contiguo queda el barrio Ayapal y decenas de sus habitantes, entre ellos “El Chaparro”, intentaron salvar a la familia cercada por las llamas en el segundo piso, después que civiles armados y encapuchados (parapolicías) pegaron fuego a la vivienda al amanecer del 16 de junio de 2018. Una sobreviviente denunció que los armados incendiaron la casa en represalia porque los habitantes se negaron a dejarles entrar y poner un francotirador en la parte alta.
“Nosotros quisimos ayudar a sacar a la gente y nos rafaguearon y tuvimos que replegarnos y agruparnos con la gente de los demás barrios, nos enfrentamos con ellos (los armados)”, asegura este hombre que salió de Nicaragua el 5 de agosto pasado.
En la intersección de la Villa Miguel Gutiérrez, en la misma zona, los protestantes atrincherados sufrieron el mismo día otra embestida de policías y parapolicías. “Los antimotines nos tiraban bombas lacrimógenas, balas de goma; nosotros nos defendíamos con tucos de barriles, las tapas de un camión las usábamos como escudo, con piedras, huleras y morteros”, relata “El Chaparro de Ayapal”.
Mientras los protestantes corrían en los callejones de la Villa Rafaela Herrera, buscando lugares seguros para protegerse del ataque, “El Chaparro” vio caer muerto a Danny Stalin “El Ronco”. Fue un balazo certero. “Cuando quisimos rescatarlo no pudimos porque nos rafaguearon”, cuenta con un dejo de tristeza.
A él lo persiguen las escenas dolorosas de las personas asfixiadas por el humo o quemadas en el incendio de aquella mañana; cuando sacaron los cuerpos de Daryelis, con 2 años y medio, y Matías, con apenas 5 meses. Confiesa que le martiriza saber que intentaron salvar a la familia y no pudieron, porque “los policías dispararon a matar a los pobladores que querían prestar auxilio, hasta a los bomberos”.
Las peticiones
“Blanquito” tiene 20 años y fue uno de los estudiantes que se atrincheraron en la Universidad Nacional de Ingeniería (UNI), en Managua, donde hubo enfrentamientos fuertes el 19 y 20 de abril de 2018 con saldos mortales.
El segundo día del ataque policial a la UNI, “Blanquito” fue herido por una bala en la zona pélvica. “Pensé que era una bala de goma, pero luego sentí lo caliente de la sangre”, rememora.
Una ambulancia de la Cruz Roja lo trasladó al hospital público Roberto Calderón, donde pudo ver a cuatro policías antimotines en la entrada a la sala de emergencias. Mientras le aplicaban suero, una enfermera le puso una etiqueta sobre la mano, con una sola inscripción: “UNI”.
Relata que tuvo la suerte de ser atendido por un médico amigo de su familia, quien por casualidad estaba allí y lo protegió del personal que se oponía a brindarle atención. Fue sometido a una cirugía porque la bala rozó el intestino grueso y delgado.
Sin embargo, “del hospital tuve que huir, porque llegaron a buscarme”, afirma “Blanquito”. Estuvo escondido en León, Managua y Río San Juan, de donde cruzó a Costa Rica pasando por el río Sábalos y la zona boscosa que se extiende hasta la raya fronteriza. Era el 21 de octubre. “De tanto miedo que sentía tuve que viajar un solo día, y recién operado, con dolor y con bastón, pasando senderos y montañas y con una mochila a tuto (encima)”.
A partir de junio de 2018 aumentaron las solicitudes de refugio en Costa Rica, de 87 en mayo a 3,344 en junio, precisa la Dirección General de Migración y Extranjería de este país.
En julio y agosto las solicitudes de refugio superaron las 4,000 cada mes, pero, durante el año 2018 solo aprobaron seis solicitudes de refugio de nicaragüenses, confirma Migración y Extranjería. Las peticiones presentadas después de abril de ese año, todavía esperaban respuesta en mayo de 2019.
Las secuelas
David Martínez era uno de los líderes de los tranques de protesta en el kilómetro 14 de la carretera Masaya y entre Ticuantepe y La Concha, donde hubo al menos 300 personas en barricadas, según sus cálculos.
Contra él existe una orden de captura. El 17 de septiembre, cuatro patrullas de la Policía Nacional llegaron a su casa, en Ticuantepe. Escapó a tiempo y 10 días después entró a Costa Rica por rutas ocultas que conoció por años laborando para la Empresa Nacional de Transmisión Eléctrica (Enatrel) en el mantenimiento de redes y torres fronterizas de la interconexión eléctrica centroamericana.
“No tengo familia en Costa Rica, me tocó estar cinco días en parques hasta que me encontré con un amigo de Ticuantepe”, relata, y llora cuando explica el caso de su hijo Steven, un atleta del taekwondo ganador de 13 medallas en torneos universitarios.
Steven Martínez tenía previsto graduarse en 2019 en Geología y Física, en la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN-Managua). No podrá este año, está en Costa Rica y sufre las secuelas de una herida de bala en el brazo derecho, de cuando estuvo protestando en esa universidad.
“La bala le cortó un nervio que viene de la cervical, el que hace el movimiento de sus cuatro dedos de agarre, de tal manera que no puede ni firmar; ahorita, le están regalando tres terapias a la semana”, explica el padre.
La esposa y la hija de 8 años de David permanecen escondidas en Managua. Abandonaron la casa de Ticuantepe después que la policía llegó, “la saqueó” y empezaron las amenazas, afirma él.
“Yo perdí todo, en lo personal no solo el Gobierno ni la alcaldesa de Ticuantepe se me vino encima, sino también mi padre y mi madre de 80 años; ellos son sandinistas”, confiesa acongojado.
Los traumas
Erika se echa a llorar antes de concluir el relato de su historia de refugiada. “Vas a buscar trabajo y te dicen no, porque sos nicaragüense; no tenés cédula tica, no te podemos dar trabajo sin permiso laboral costarricense y eso es discriminación”, comenta.
Confiesa que se deprime con frecuencia y en ocasiones le invade el deseo de “salir corriendo para la frontera y cruzarla”. Solo se contiene cuando piensa en los riesgos de volver.
“Aquí nadie sabe si como, si bebo o si puedo pagar el cuarto donde estoy, porque aquí no hay nadie que te ayude; aquí la única que me ha ayudado es mi madre, es la única que me está facilitando (dinero) para medio sobrevivir acá”, dice entrecortada por el sollozo.
Erika estuvo detenida en la cárcel El Chipote, de Managua, de la que salió pronto por gestiones del sacerdote Edwin Román. “Nunca me voy a olvidar, un 1 de junio, el comisionado Ramón Avellán apuntándome a la cabeza con un arma. Gritaba mi nombre y decía que yo era la jefa de un tranque (…). Me metieron a un cuarto donde hubo personas que abusaron de mí y me llevaron al Chipote, donde siguieron golpeándome”, confiesa.
Aún la desvela recordar las penurias de la cárcel y de la huida, hasta sentirse a salvo. “Dormimos hasta en el lodo cuando cruzamos para acá; llegamos como un leproso, todo sucio, maloliente, porque ya teníamos días de estar en las calles”, relata la enfermera.
Tras semanas subsistiendo en el parque de La Merced, una persona a la que solo identifica con el seudónimo “Minúscula” la llevó a un albergue; se dio un buen baño, cambió sus ropas y comió.
Se pone de pie y hace énfasis en uno de los recuerdos más tristes que la atormentan: “Cuando atacaron Masaya el 17 de julio, miré que mataron a muchos compañeros, mataron a mi compañero que estaba en la barricada donde yo estaba, Jamesson Meza; mataron a Darwin Potosme, compañero y amigo de barrio”.
“Venir al exilio es una experiencia fatal, nadie sabe cómo uno se siente (…). Hay momentos en que lloro, me agarra desesperación y pienso en entregarme…”. Las lágrimas terminan ahogando sus palabras.
A Leo ya se le ve agobiada por las dificultades en el albergue; a veces les cortan el servicio de agua o de energía. De los más de 60 refugiados allí, solo tres han conseguido trabajos, dos o tres veces por semana. Entre todos aportan para el alquiler de la vivienda que cuesta casi 800,000 colones por mes (unos 45,000 córdobas) y la mayoría contribuye con el poco dinero que recogen pidiendo en la calle o reciben de familiares en Nicaragua.
El alquiler de esta casa costaba un millón 500 mil colones, “pero la dueña tiene un buen corazón y nos bajó el precio; debemos dos meses de renta y esta casa está sin depósito, pero la señora no nos va a dejar en la calle”, explica.
Anuncia que este mayo esperan la llegada de 11 personas más, incluidos cinco niños, que están por salir de Nicaragua. En el albergue, los niños han empezado a almorzar, un poco de arroz y frijoles cocidos, y por la tarde Leo inventará cómo solucionar la subsistencia del día siguiente.
¿Volver?
El Gobierno de Nicaragua anunció el 15 de abril de 2019 la “aprobación e implementación” de un programa de retorno “voluntario y asistido” para miles de nicaragüenses que se fueron del país a consecuencia de la represión a las protestas ciudadanas iniciadas un año antes.
La iniciativa gubernamental fue presentada en la mesa de negociaciones con la opositora Alianza Cívica por la Democracia y la Justicia, un diálogo que comenzó el 27 de febrero y en el que los testigos y garantes son el embajador del Vaticano, Waldemar Stanislaw Sommertag, y el enviado especial de la Secretaría General de la Organización de Estados Americanos (OEA), Luis Ángel Rosadilla.
Cuando David Martínez piensa en la posibilidad de retornar a Nicaragua, rápido concluye en que solo podrá volver cuando haya un “verdadero estado de derecho”, y asegura que a él la Policía lo quiere “vivo o muerto”.
“La Masayita”, una mujer que huyó de Nicaragua cuando supo que la Policía la buscaba por participar en marchas y repartir café a los protestantes en las barricadas, cree que los exiliados podrían volver si cambia el Gobierno y existe la posibilidad de reconstruir sus vidas en libertad.
A un pariente de “La Masayita” lo encarcelaron y a sus tíos les quemaron la casa. Más de 600 ciudadanos siguen presos, por manifestarse u opinar contra el Gobierno, según registros de la Alianza Cívica.
En su cuarto estrecho de San José, el “Profesor” lee en el celular un comentario reciente que le envió su hija, desde Jinotega. Para él, regresar a Nicaragua es algo todavía inconcebible, necesita seguridad; y fundamenta su respuesta enseñando el mensaje recibido por WhatsApp:
“Papá, usted ya no puede venir aquí a Nicaragua, porque ya los tienen circulados a todos los que están en el exilio. Uno de los exiliados que vino a Nicaragua lo caminaban buscando, yo creo que lo mataron”.
La advertencia de la hija cierra con un emoji, que expresa un llanto.